
Además, mis cepillos siempre han sido de los sencillos. De los que venden en pack de cuatro y cada uno es de un color. Sin embargo, ahora tengo un cepillo de dientes elegante, ergonómico y clínicamente testado. Uno de esos cepillos anunciados por exuberantes rubias de ojos azules. Y por cierto, por más que miré dentro de la caja del cepillo de dientes, la rubia no apareció por ningún lado.
Lo peor es que mi cepillo de dientes se cree mejor que yo. Me mira con aires de grandeza. Como si le debiera y no le pagase. Parece como si cada vez que lo uso me estuviera haciendo un favor. Y eso me revienta.
No sé qué se habrá creído, pero aquí el que manda soy yo. Debo mantenerme firme e inflexible y si se porta mal castigarlo. Y he aquí el problema. ¿Cómo puedo castigar al cepillo de dientes sin salir yo perdiendo? Por que me lo tengo que meter en la boca…
Imaginar que le hago una aguadilla con el agua del báter. A ver quien es el guapo que se lo mete luego a la boca. ¡Yo, no! Y si lo meto en agua hirviendo, igual la “Patrulla contra la caries de Colgate” me mete un puro…
Y hablando de patrullas, puros y báteres. Estoy cagao por que sospecho que me va ha llegar una de esas multas de 300 euros que meten los radares por exceso de velocidad. Y no es que me importe la multa, lo peor es que seguramente se va a unir a otra multa por lo mismo con un radar de la autopista. A este ritmo me retiran el permiso de conducir en mes y medio. Aunque lo peor de todo va a ser el broncazo de mi madre que se va a escuchar hasta en Kualalumpur.