
Hoy me he levantado, vago, perezoso y más apático de lo que nunca había estado. A duras penas me he lavado la cara y desayunado. Mis movimientos eran torpes y lentos. Tanto, que he echado más leche fuera de la taza que dentro. Tras el titánico esfuerzo de desayunar, me he desplomado sobre el sofá. He encendido la tele, he puesto un canal al azar y allí me he quedado empanado viendo como un lobo perseguía a una rata, o lo que fuera aquel bicho.
Al rato me han entrado unas ganas descomunales de comerme una magdalena rellena de chocolate. El problema era que si la quería, tendría que levantarme y andar 4! metros. Primero, como es lógico y siempre hago… traté de usar mis superpoderes. Esto consiste en mediocerrar los ojos y hacer
‘fuerza mental’. Con el objetivo de abrir la puerta del armario y hacer levitar hasta mi mano una suculenta, dulce y doradita magdalena. Pero el
‘plan A’ falló. ¡Que raro! Así que puse en marcha el
‘plan B’. Que es tan avanzado, arduo y complejo como… esperar. ¿A qué? Pues a que se levante mi madre.
Y así lo hice. Luchando como una fiera para no dormirme en el sofá, aguante estoicamente hasta que mi madre se levantó de la cama. Entonces, empleé toda mi empatía y elocuencia para decir:
‘Mamá… dame una magdalena... De esas de chocolate’.
Mi madre me miró, se frotó los ojos incrédula y me dijo:
‘No me dirás que has estado esperando a que levante. Y todo, por no mover el culo’. Eh… ¿No?, argumenté. Como os podéis imaginar me quedé sin magdalena. Ohh…
‘Plan C’: Estirar el brazo. Fallido antes de empezar, principalmente porque mi brazo no es tan largo.

Armándome de valor, me levanté y contemplé prepotente mi objetivo, el armario. Con los brazos en jarra comencé a andar amenazante hacia él, como si en un duelo de pistoleros me encontrase. Estan
do a su altura, lo abrí con un movimiento rápido. Y después de luchar hasta la extenuación contra su envoltorio, conseguí sacar una magdalena. La mordí, mastiqué, saboreé, tragué y repetí hasta acabar con ella.
Que rica. Toda una delicia… Umm, todavía la recuerdo. ¡Y que energías me dio! En un visto y no visto, me puse el chándal, unas zapatillas de deporte y me bajé a correr. ¡Si! ¡Como lo leéis!
Dí un par de vueltas a mi barrio y después una al Parque de Oriente hasta que ya no pude más. Entonces, me senté destrozado en un banco y me entretuve observando a unas que hacían footing. Cuando recuperé el aliento volví a casa victorioso, con los brazos en alto, como si hubiese ganado la maratón. Vaya paliza, buff. Y sorprendentemente ni una agujeta… asombroso.