Me gustan los bares. Aunque no tanto como un buen estornudo o una mujer atractiva. Y creo que uno de los motivos es porque allí te puedes permitir lujos que en casa ni se te ocurrirían. Como por ejemplo; tirar un hueso de oliva al suelo, o no apuntar bien al orinar. Principalmente, porque la zapatilla de vuestra madre volaría por todo el pasillo hasta acabaros impactando en la cara. Porque otra cosa no, pero las madres tienen mejor puntería que Robin Hood.

Lo más fascinante de los bares es la barra y los seres que en ella habitan. Como por ejemplo, los servilleteros. ¿Alguna vez habéis visto un servilletero nuevo y reluciente...? ¡Jamás! ¿A qué se debe? Pues a que todos los servilleteros fueron hechos antes de “La gran depresión”. Y desde entonces, no se ha vuelto a fabricar ni un solo servilletero en todo el mundo. ¿O acaso sabéis de alguien que trabaje fabricando servilleteros? No, ¿verdad? ¡Entonces es que no existen!
Como tampoco existen servilletas de bar capaces de absorber líquidos. Si se te cae una gota en la mesa, es mejor dejarla donde está. Porque como intentes secarla, lo único que conseguirás es esparcirla por toda la mesa. Y algo absolutamente subgeneris, multiplicarla. Igual que el milagro de los panes y los peces, pero a la Española.
Porque las servilletas, ahí donde las veis, tienen muy mala celulosa. Permanecen fieles a tu lado, hasta que realmente las necesitas. Entonces se esfuman, desaparecen, se evaporan... Es como si te dijeran: “Eh, ehh, ehhh… ¿Dónde te quieres tu limpiar esos morros llenos de pringue? ¿En mí? ¡Ni se te ocurra!”

¿Y qué me decís de las tapas? ¡Dios mío! He visto tapas con vida propia y psiques más complejas que las de muchas personas. Y que aparte de andar solas, te dan conversación. ¿Qué pasa luego? Lo que tenía que pasar... Les acabas cogiendo cariño y eres incapaz de comerlas...
De todas formas, no hay que tenérselo en cuenta. Porque si os paráis a pensar un momento, descubriréis que la vida de una tapa es muy dura… Ahí están todo el día, solicas y en cautividad. Temiendo por su vida. Esperando el trágico momento en que la espada de Damocles caiga sobre ella, para sucumbir ante las voraces fauces de un hambriento cliente. O lo que es peor, viendo pasar a docenas de personas que las miran con altivez y preguntan con desprecio; “¿Eso qué será?”, para acabar escogiendo otra tapa más joven y sabrosa.
Cosa que no le sucederá a ese triste choricillo que nunca nadie pide. Y que pasa los días malviviendo, olvidado y ahogado en su propio jugo. ¡Menuda frustración debe sentir el pobre! Abandonado, repudiado, discriminado... ¡Qué injusta es la vida! Y más si cabe, porque a cada día que pase, sus posibilidades de ser aceptado en el estomago de algún valiente se esfuman. Y sabe, porque las tapas son muy listas, que pronto se le pondrá la etiqueta de: “Se mira, pero no se toca”. Y de eso, a ir de cabeza a la basura, hay un paso.

Si la barra del bar es el Sancta Santorum de los parroquianos asiduos al bar, el suelo será algo así como el equivalente a descender a los infiernos. Porque allí abajo puedes encontrarte de todo. ¡Absolutamente de todo! Desde documentos secretos de la CIA, a borrachos sepultados por una montaña de servilletas arrugadas, pasando por los calendarios de Chicholina del año 84.
Sin embargo, pese a todo, me gustan los bares. Y no por ser lugares donde puedes gritar “Ñá moza reciaaa” a toda mujer que veas, sino por ser un templo de sabiduría antropológica donde revertir a las cavernas sin desentonar.